Por: FERNANDO LIMERES NOVA*
Si examinamos la génesis de la novela moderna esta se constituye a partir de la heterogeneidad textual. Es menester, como ejemplo, remitirnos a la novela de Cervantes para constatar esta urdiembre de géneros y estilos en su magna obra. Cervantes opera incorporando los subgéneros renacentistas (novela sentimental, bizantina, picaresca, caballeresca, etc) a la trama general de la diégesis.
Por otra parte, su discurso supone el despliegue de, en palabras de Bajtín, una contraideología dado que no tiene otro objetivo el carácter paródico de su texto que la burla de personajes, valores y modelos literarios vigentes aun en su sociedad. De manera que, desde su origen, en la novela se expresan dos funciones: la heterogeneidad textual y su naturaleza crítica que aún hoy, en tiempos transmodernos, en los que se cuestiona la misma existencia del género novelesco, continúan presentes.
Son numerosos los ejemplos que lo verifican. Mientras que en el contexto de América Latina, su misma entidad textual se encuentra ficcionalizada desde tiempos del “encubrimiento de América”; al decir del crítico mexicano O’Gorman: este encubrimiento consecuencia del histórico malentendido colombino operó el maridaje textual entre discurso histórico, religioso, científico y literario o cómo categorizaríamos hoy las crónicas de Indias, es decir, los textos de un Gonzalo de Oviedo, un Bernal Díaz del Castillo o los del Padre Acosta: historias noveladas que acicateadas por el espacio libre para la imaginación que brinda el exotismo, hoy son leídas como construcciones ficcionales; ficciones determinadas por diversas finalidades extratextuales que cada autor persiguió mediante una reconstrucción de los hechos operada desde la especificidad de su locus enunciativo.
Del renacimiento hasta el romanticismo median cuatro siglos y a mediados del siglo XIX volvemos a encontrar en el formato de la novelística histórica de raigmabre scottiana, esto es, nuevamente la hibridación de lo histórico en lo novelesco; analizada por G. Lukács en lo concerniente a los diversos elementos que la comprometen con una vehemente crítica social.
Por su parte, el romanticismo latinoamericano – eurocéntrico al fin – reacciona negativamente sobre las particularidades americanas y en sus operaciones de sentido reproducirá idénticos prejuicios europeos; así Sarmiento describirá al gaucho en su Facundo (1845) con los elementos estilísticos de la barbarie oriental; de moda en el París de las primeras décadas del XIX o José León Mera describirá a su Cumandá (1879) con los parámetros discursivos del Atala (1801) de Chateaubriand.
LA SUBLEVACIÓN DE LA LITERATURA CENTROAMERICANA
Respecto de esta tradición literaria latinoamericana a la que pertenece y respecto a la cual simultáneamente se subleva; la literatura centroamericana, a nuestro juicio, a partir de las obras propuestas para la lectura funciona de dos modos.
En primer lugar, persiste la imbricación entre historia y literatura; sin embargo, tal persistencia necesita una matización: no funciona como un discurso histórico en tanto examen arqueológico de un pasado remoto sino, contrariamente, se tematizan los acontecimientos que signaron la atribulada historia de la región durante la segunda mitad del siglo XX; la inmediatez temporal potencia el análisis crítico por lo que la historia se trata de manera analítica y judicativa, todo lo que críticamente le permite la literatura.
Por otra parte, tal imbricación supone asimismo una recombinación de géneros discursivos; dado que no se siguen sus líneas rectoras a pie juntillas: por ejemplo, “Adiós muchachos” en el plano discursivo reelabora la tradición memorística mixturando la narración con la historia pero intentando que esos recuerdos narrados no solamente refieran al yo de la narración sino también a la construcción textual de la percepción de los partícipes en la revolución sandinista que el autor menta; logrando así una suerte no de memoria individual sino una memoria pluralizada en la que los recuerdos asumen una gran densidad colectiva.
Otro ejemplo interesante es la novela “Un día en la vida” donde Manlio Argeta se basa en el testimonio personal de una mujer damnificada por la represión gubernamental: de este modo, la novela se constituye bajo los parámetros de un monólogo evocador de la protagonista que recuerda la transformación de la apacible idiosincrasia campesina hasta tomar conciencia de los condicionamientos de su situación y los modos de resistencia para cambiarlos.
El novelista salvadoreño literaturiza la historia pero historiciza la novela en términos testimoniales; constituyendo un texto literario desde el punto de vista formal que se aleja de los parámetros clásicos del género. Otro tanto, realiza en el terreno poético Marco Antonio Flores, en sus poemas sobre el genocidio guatemalteco. El yo lírico se expresa a través de una voz de una de las víctimas por lo que los lectores asisten al testimonio desgarrador y verosímil dado que existe todo un trabajo del autor en el plano léxico y gramatical por reproducir las especificidades lingüísticas características del habla de un campesino indígena del altiplano guatemalteco.
Por lo que el resultado es la conversión del género lírico en testimonio casi oral y espontáneo en primera persona con todo los efectos discursivos que las anteriores características implican. En segundo lugar, otro de los elementos que motivan que la literatura centroamericana interpele a la tradición en la que se inserta es el locus enunciativo de las obras de Ramírez, Argeta, Flores o el mismo Asturias: históricamente el lugar del narrador es un lugar a partir del cual se construye el discurso y este lugar es exógeno en términos absolutos: lo es por razones históricas y genéricas en la novela del siglo XIX por ejemplo, en la que el narrador omnisciente se situaba en el exterior de la diégesis y la conducía y reconducía en función principalmente de ejercitar una suerte de pedagogía ideológica sobre cómo deben interpretar los lectores los acontecimientos y diversas situaciones narradas. Ejerciendo su autoridad y control sobre los sentidos de lo relatado.
Por el contrario, la exterioridad en los acontecimientos literaturizados por los escritores centroamericanos se diluye. En este sentido, el locus de enunciación forma parte de los mismos hechos. Se opera una proximidad entre narrador y lo narrado; sea porque esa narrador ha sido protagonista de los mismos como en el caso de Ramírez; sea porque el autor construye al narrador ficcionalmente como víctima de los mismos; aun cuando lo ficcional se convierte en una categoría relativa dado que más que el valor ficcional lo que es preponderante en el texto de Argueta por ejemplo, es lo verosímil.
De este modo, en las antípodas del mito de la objetividad; asistimos a un apoderamiento de la propia subjetividad del terreno del discurso. Esto que para la crítica literaria constituye un rasgo de estilo, es también una peculiaridad de época. Esta ruptura es antes que nada una revolucionaria ruptura epistemológica que atañe al qué se cuenta, al cómo, al porqué, al para qué y al para quiénes se ejerce la memoria del oprobio y a partir de la que la literatura centroamericana adquiere una especificidad relevante.
Decíamos que responde a un rasgo de época porque también en estas obras es posible comprobar la presencia de la corriente de la literatura comprometida en auge a partir de los años cincuenta: las teorías de Fanon; el ¿“Que es la literatura’ de Sartre, el “Discurso contra el colonialismo” de A. Cesaire todas y cada una de esta discursividades puede decirse que se objetivan; reciben su praxis con matices en los textos de Dalton, Argueta, Asturias o Ramírez. Y esto último nos lleva al tópico siguiente puesto que la estas obras de la literatura centroamericana no solo suponen una ruptura epistémica; sino conllevan una teleología y además una ética concerniente a la función social del escritor; escritor no considerado desde apriorismos o abstracciones; sino específica y particularmente, la labor del escritor centroamericano; como ejemplo de todo escritor latinoamericano.
En primer lugar, apuntábamos que se modificaba el lugar desde el cual el narrador o la voz poética enunciaban su discurso. Ya no es exterior sino que la enunciación sucede como fenómeno lingüístico desde la propia dialéctica de los acontecimientos. Esto produce que los textos puedan leerse en su intensa interpelación de la realidad como intrahistoria en términos de Unamuno. Así la literatura centroamericana y este es su programa concretizado en la serie de obras examinadas no aborda la narración de la historia oficial, la historia de las grandes personalidades en consonancia ideológica con la ideología oficial de los diversos regímenes; sino que por el contrario, recupera la historias anónimas, de aquellas víctimas adiscursivas; en efecto, entonces la historia reconstruida desde esta literatura es una historia fragmetaria, de lo mínimo; en definitiva del fragmento que permite comprender el funcionamiento social de la totalidad. Lo anterior, como afirmábamos antes conlleva una teleología y una ética. Ya que el escritor es una figura contradogmática, en las antípodas del intelectual orgánico ha sufrido y sufre la elaboración de un contradiscurso crítico con el discurso dogmático y falaz del poder. Por ende, no es un ente ajeno; un creador en celda de marfil que no pueda imbuirse del drama de un pueblo del que forma parte.
De modo que el trabajo del escritor centroamericano ha sido el compromiso con su historia y su sociedad. Ha sentido prójimos a sus compatriotas a tal punto que ha aproximado su escritura a su tragedia; todos los elementos constructivos de su discurso han sido determinados por esta aproximación real, tan real que ha recibido carnadura en la escritura. La anterior es la ética inherente a la escritura centroamericana de este periodo. Por otra parte, se halla la teleología; esto es, la finalidad: la finalidad de la literatura como de toda grafía es hurtar del olvido lo importante. Estimular el oficio de la memoria y estimular el encuentro de la historia con la función que a veces suele perder y que Cicerón le otorgó: magistra vitae. La temporalidad mítica es circular; en tanto que la temporalidad racional suele describirse en términos de avances que finalmente se imponen a los retrocesos; el magisterio de la historia es guardar su memoria y en la medida en que los pueblos recuerdan; logran vencer lo cíclico de los acontecimientos; evitar así tropezar con obstaculos reiterados, esta y no otra es la teleología de la literatura centroamericana: estimular la memoria que en definitiva es estimular una conciencia plural que permite en definitiva que los pueblos puedan seguir produciendo su propia historia.
Por último, es menester destacar que todas las obras estudiadas constituyen discursos que por una parte, se alzan contra la brutalidad de un momento histórico y por otra, vindican el legítimo derecho al cambio, a la transformación social. Todos los textos son heterogéneas manifestaciones de un clamor antiimperialista. Así frente a la égida imperial de la potencia norteamericana que se ha establecido como una “invariante histórica” en su intromisión tradicional en la determinación de las sociedades centroamericanas en favor de sus propios intereses, la literatura centroamericana posibilita un contradiscurso; un contrasentido frente a la dogmática del sentido oficial impuesto mediante la violencia y la propaganda. Este otro apriori que ha determinado los textos es en sí mismo revolucionario porque precisamente subordina modos y formas literarias a la lucha por ampliar una libertad que no es tal si pierde su dimensión colectiva y nacional
*FERNANDO LIMERES NOVOA es egresado de la Universidad de Buenos Aires y de UNED España, en los campos de letras y lenguas españolas. Investigador sobre Colonialidad discursiva en las crónicas de Indias, colabora con varias publicaciones: Analectica, Nuestra América, Revista Andaluza de Ciencias Sociales.