*Por: ANDRES FELIPE ESCOVAR*
(imagen de portada: Volcán Pacaya, Guatemala – @aguilarantunes)
La niebla envuelve a los ojos humanos, pero no a los sentidos del perro: él ve con su olfato (o los humanos olemos con los ojos). En la ausencia de los contornos, la sombra desaparece; queda el rastro de su perfume: en torno a ella gravitará este escrito: una sombra de perro que persiste en la niebla.
Ambos persisten: la sombra y el perro: el perro y su sombra: la sombra y su perro. Y la niebla.
La sombra, como nuestra única compañía, se ha trastocado. En el siglo XIX, según escribe Otto Rank en El doble, dentro del romanticismo europeo, la sombra es elemento fundamental para instalar una atmósfera ominosa; abre el camino para el extrañamiento de lo familiar. Si nuestra única y leal compañera se independiza de nosotros y se aleja, quedamos cercenados, coartados, alejados o despojados de parte de nuestra intimidad.
En Peter Schelemihl de Chamisso, la sombra encarna a un doble del protagonista y entraña la persecución, el acecho y el peligro de carecer de alma. Esto supone una perspectiva de la mismidad: sólo es posible un desdoblamiento en aquél que se ha visto a sí mismo y puede percibir a otro que tiene sus mismas características. En esa introspección, el sujeto se puede encontrar con aspectos desagradables y oscuros de sí mismos, que reprime.
Este aspecto de nuestra faz oscura es la base de Jung para postular a la sombra como ese aspecto detestable que solemos reprimir hasta el momento de su aparición en nuestra vida, con todo el dramatismo que ella comporta. Bajo la teoría psicoanalítica de Freud – de la cual también es deudor Otto Rank-, esta sombra forma parte del “sí mismo”, el cual comprende a lo consciente y lo inconsciente y, mediante mecanismos represivos, se consolida como el espacio donde se hunden a esos elementos despreciables en la sombra; sin embargo, ellos aparecen cuando, por ejemplo, un sujeto halla denostable algo en otro sujeto. Más que definir a la sombra, Jung se remite a ejemplos y a sentimientos éticos.
La sombra se levanta como un factor agresivo cuando otrora era nuestra única compañera; germina un extrañamiento de algo que siempre nos acompañó. Esto implica una perspectiva de uno mismo, mediada por la distancia suficiente para atisbar los elementos de nuestra identidad.
El desdoblamiento de la sombra aparece en una novela como El perro en la niebla de Róger Lindo:
me planté frente a un haz de tiernos rayos solares e hice un descubrimiento: mi sombra ya no era la misma. Se miraba extraña, como si perteneciera a otra persona. Por primera vez se me ocurrió que tenía vida propia y hasta pensé en ponerle un nombre: si llegaba a quedarme solo al menos tendría con quién conversar (Lindo, 2006:155).
La aparición de una sombra independizada ocurre después de que el cuerpo del narrador está herido -se refiere a su corporalidad como si fuera una armadura que sufre abolladuras-: este se transforma con el impacto de las balas y el avance de la guerra. El campo de batalla no también está en la vida interior del personaje: “A consecuencia de las nuevas heridas, mi sombra se deformó aún más” (Lindo, 2006:162).
Se precipita un transformismo anatómico (u ortopédico) que el narrador explicita; él se da cuenta de ello cuando se ve ante el espejo: la imagen de un yo-ideal implica que este se renueva con cada transformación corporal surgida de las heridas. Por ello, el narrador proclama que vivir en la acción es entregarse al sueño: en cada herida y transformación del cuerpo se fortifica la imagen del yo-ideal revolucionario y la sombra muta hasta devenir una entidad independiente.
En la independización se subjetiva la tensión entre el campo y la ciudad que circula a lo largo de la novela; la toma de distancia y la compañía de ese nuevo extraño, le implica al narrador tener una compañía con la cual conversar.
¿Es la escritura de todo lo que ocurre en la novela, es decir, el acto mismo de escribir, una correspondencia que el enunciador le remite a su sombra? ¿Somos los lectores esa sombra a la que él postula en ese momento en que su cuerpo vuelve a lacerarse por las balas, pero donde ya se ha dado todo un periplo de la ciudad al campo y un regreso, acompasados ambos con los diferentes estadios que ha tenido la guerra de El Salvador?
La escritura como una correspondencia con la sombra y su tanteo a medida que nuestro cuerpo nos extraña: en esta novela se evidencia, además de la presencia del cuerpo en un guerrillero, la relación entre el enunciador y el enunciado y esa forma de reencontrarse con aspectos de su pasado.
Ese reencuentro cuenta con alusiones claras a la infancia, como cuando afirma que “[e]n algún otro lugar, tal vez en esa caja polvosa del closet, dormía mi infancia como un bebé fallecido sin darse cuenta” (Lindo, 2006:51). La niñez duerme, aunque esté muerta; aunque los muertos no duermen, acá hay un sueño tejido por los cadáveres, y esos occisos conforman la adultez del narrador. El narrador ve de frente a su infancia y opera la extrañeza; junto con la independización de la sombra, al narrador le ocurre un nuevo extrañamiento con lo que le quedaba de anclaje de una vida anterior a la guerra.
Esa infancia muerta se apareja con la aparición de nuevas perspectivas de una vida que contiene a un mundo ideal y a una idealización del narrador mismo: compara a su bigote, que crece, con el de Emiliano Zapata. Esa aspiración, tensionada con el rechazo que durante muchos pasajes expresa hacia la música mexicana vinculada con la revolución, le otorgan una nueva transformación: esta novela es de deformación; el narrador se erosiona y dicha erosión implica un cambio. La dinámica de su propia identidad se acompasa con esa visión que tiene de su propio cuerpo y la consecuente mutación de su sombra.
Este desdoblamiento se expande hasta hipótesis como la de la existencia de una persona de otro planeta que vea “ires y venires”; el hecho de que enuncie a una persona y no a un alienígena evoca un efecto especular y sugiere la presencia de un lugar que, en otro punto del universo, espejea al planeta Tierra y a todas sus criaturas. Otorga, además, la extrañeza de que quien lo mira es esa otra persona que está muy lejos, como si finalmente fuera todo lo que acá ocurre un reflejo de lo que se da en la “vida real” en otro espacio.
Esta dilución de la confianza en lo que verdaderamente existe ha sido planteada por autores como Clement Rosset, en donde el sustrato de la realidad tambalea con la presencia del doble: sólo lo real es único e irrepetible; si aparece un doble, la relación de igualdad debe tener un desvío porque, de no haberla, no hay realidad. ¿Cuál sería entonces el espacio de lo real en esa hipotética situación donde una persona de otro planeta ve al narrador de esta historia intitulada El perro en la niebla?
Además de que la narración, en esta hipótesis de lectura, sea una suerte de carta dirigida a esa propia sombra que se ha independizado y se ha convertido en su compañera – con lo cual todos sus lectores somos parte de su sombra-, el narrador, en los episodios finales, busca borrar todo rastro que ella deja; cuando parte hacia los Estados Unidos, da un último paso que será la clausura de toda esa vida guerrillera en la ciudad y el campo de Centroamérica: “Procurando que la gente no se fijara en mi sombra, pues la luz del desierto la marcaba despiadadamente, me dediqué a husmear en las librerías” (Lindo, 2006:223).
Pese a los cambios, esa sombra es la de un guerrillero y un combatiente que ha sido herido en múltiples refriegas en el campo y la ciudad salvadoreños; lo que él busca, en definitiva, es que la misma sombra se diluya para los otros. Aunque, en un gesto que puede ir en contradicción con lo que afirma, ha escrito una historia en donde la presencia de la sombra forma parte de la trama de su propia vida. La deducción de que dicha presencia persista pese al deseo que explicita en el instante en que está en una librería, nace de que todo el relato gravita en torno al pasado: las acciones han concluido o esa es la búsqueda que está implícita en el narrador; en esa contradicción, el propio narrador busca establecer un esguince que no se finiquita.
Y es en este punto donde viene una reflexión final: ¿Se han aceptado a las sombras y claroscuros de las guerras? ¿Hasta dónde las comisiones de verdad y perdón buscan cercenar a esas sombras que continúan circulando? ¿Proscribimos la aceptación de esos deseos de eliminación del otro a cambio de un discurso que busca una reconciliación en donde se evitan esos aspectos oscuros de la faz humana? El propio narrador, en el penúltimo párrafo, lo dice: “[…] Era a la sombra de enormes sombras de maple, sombras amigas”. ¿Acaso los procesos de las posguerras sólo enuncian sombras amigas? ¿Cuáles son los crímenes que se aceptan y qué es lo que termina negándose y ocultándose, en medio de ese nuevo bosque de sombras que queremos amistar para así obviar a otras más espesas, sinuosas, oscuras y detestables?
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*ANDRÉS FELIPE ESCOVAR nació en Bogotá, Colombia y ha escrito, junto a Luis Cermeño, “Tríptico de verano y una mirla”, “¡Arrúllame Ramona” y la novela “The Lola Verga’s big band” . En solitario escribió “Aniquila las estrellas por mí”, además de “El cuaderno de Andres Caicedo. Aproximación a la génesis escrituraria de ¡Que viva la música!” Es coeditor de milinviernos.org y ha hecho entrevistas y reportajes en diferentes medios independientes del continente. Tiene una maestría en Análisis del discurso en la UBA (Universidad de Buenos Aires) y actualmente cursa un doctorado en Ciencias Sociales y humanísticas en el Centro de estudios superiores de México y Centroamérica (Cesmeca). Integrante de la Articulación Centroamericanista O Istmo.