Por: ANA SILVIA MONZÓN*
A pesar de los estragos de la pandemia de Covid19, que han develado con toda crudeza las desigualdades, los abismos sociales, políticos, y económicos en la mayoría de los países del istmo centroamericano, los gobiernos y élites de la región se aprestan a celebrar doscientos años de la firma de la independencia de España, un acto protocolario incruento, como reza el himno de Guatemala, “nuestros padres lucharon un día, encendidos en patrio ardimiento, y lograron sin choque sangriento colocarte en un trono de amor”, en contraste con otros países de Latinoamérica donde las luchas independentistas tuvieron un carácter bélico y desafiante ante el poder español.
Otro rasgo de este acto que retrata a unas élites poco dispuestas a perder sus privilegios, es uno de los artículos del Acta de la Independencia donde se señala que “siendo la Independencia del Gobierno Español la voluntad general del pueblo de Guatemala, y sin perjuicio de lo que determine sobre ella el Congreso que debe formarse, el señor Jefe Político, la mande publicar para prevenir las consecuencias que serían terribles, en el caso de que la proclamase de hecho el mismo pueblo”. El concepto de pueblo carece de sustento, porque sólo participó en este acto un pequeño grupo de criollos que se arrogó su representación, y se apropió del poder en el Estado-nación emergente que ha mantenido, mediante redes familiares y clientelares, a lo largo de estos doscientos años.
En este contexto, para las mujeres y los pueblos indígenas continuó el control férreo de los cuerpos, mediante la explotación del trabajo gratuito; y de las almas, a través de cánones religiosos patriarcales que normalizaban la subordinación y exclusión de las mujeres, quienes aún después de la Independencia siguieron sujetas a la autoridad de los varones; asimismo, las mujeres indígenas continuaron relegadas de los espacios sociales, pese a sus enormes aportes en su doble papel productivo y reproductivo.
Desde una perspectiva interseccional, la situación era diferente para las mujeres criollas, de las élites, que para las mujeres indígenas y mestizas. Mientras las primeras tenían acceso a los privilegios de su clase, las segundas estaban en condición de servidumbre, realizaban el trabajo doméstico, y de crianza, incluso se acostumbraba que ellas fueran “amas de leche” (Alvarez, 1996), es decir amamantaban a las hijas e hijos de los criollos, en detrimento de sus propios hijos e hijas.
Los ideales de libertad, fraternidad e igualdad, heredados de la Revolución Francesa, apenas permearon las estructuras coloniales basadas en el despojo, la explotación y un rígido sistema de castas que marcaba la vida cotidiana: el trabajo forzado de mujeres y hombres indígenas, la sobrevivencia a través de diversos oficios, de los ladinos pobres que, debido al despreciado mestizaje , vivían en un limbo territorial e identitario, que los obligó a incursionar en diversos trabajos en los incipientes centros urbanos, aunque muchos sí se mantenían vinculados con la agricultura, sobre todo en el oriente del país. Mientras tanto, las élites criollas disfrutaban el fruto del trabajo ajeno y construían una patria a la medida de sus intereses.
En esa patria las jerarquías de poder se mantuvieron intactas, y fueron reforzadas con el advenimiento, en 1871, de un nuevo despojo de los pueblos indígenas, cuando se estableció el “orden y progreso” capitalista, pero sobre la base de una brutal explotación y represión estatal. Se introdujo el cultivo del café, creando el modelo finca que, a semejanza de los feudos en la Europa medieval otorgaba poder de vida y muerte, y de pernada en el caso de las niñas y mujeres, a los finqueros, muchos de ellos extranjeros, sobre todo alemanes, cuya inmigración fue favorecida por el dictador de turno, el General Justo Rufino Barrios.
Al mismo tiempo que se reforzó la jerarquía de clase, el racismo se elevó a política de Estado reproduciendo por todos los medios, las ideas de los primeros invasores españoles que calificaban a los indígenas de ser “Naturalmente vagos y viciosos, melancólicos, cobardes, y, en general gentes embusteras y holgazanas. Sus matrimonios no son un sacramento, sino un sacrilegio. Son idólatras, libidinosos y sodomitas. Su principal deseo es comer, beber, adorar ídolos paganos y cometer obscenidades bestiales” como escribió Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés, cronista de la colonia española del siglo XVI en su “Historia general y natural de Las Indias”, ocultando con estos estereotipos que la riqueza generada en estas tierras se debía al trabajo forzado de las y los indígenas.
En contraste, y desde una perspectiva que ahora podríamos juzgar como paternalista, Bartolomé de las Casas, escribía también en el siglo XVI que “Todas estas universas e infinitas gentes crió Dios los más simples, sin maldades ni dobleces. Obedientes, fidelísimas a sus señores naturales y a los cristianos a quienes sirven. Son sumisos, pacientes, pacíficos y virtuosos. No son pendencieros, rencorosos o vengativos. Además, son más delicados que príncipes y mueren fácilmente a causa del trabajo o enfermedades. Son también gentes paupérrimas, que no poseen ni quieren poseer bienes temporales. Seguramente que estas gentes serían las más bienaventuradas del mundo si solamente conocieran al verdadero Dios.”
Dos perspectivas divergentes que, sin embargo, deshumanizaban a las/los indígenas al construir imágenes esencializadas, y que se han mantenido, con diversos matices, hasta la actualidad.
La subordinación, despojo, explotación, y represión contra los pueblos indígenas, y contra cualquier pensamiento disidente, han sido una constante en estos doscientos años, del reglamento de Jornaleros que garantizaba mano de obra gratuita a las fincas de café, caña de azúcar y algodón, desde 1871 hasta 1944; pasando por una Constitución y unas leyes, entre 1944 y 1954, más incluyentes pero que tampoco reconocían estatus de igualdad a los pueblos indígenas; a la aplicación de una política estatal contrainsurgente que si bien inició en los pueblos de oriente, en los años 1960, culminó con delitos de lesa humanidad -masacres, torturas inimaginables, desapariciones, persecución, aldeas arrasadas- cometidos contra las comunidades indígenas del norte, centro y occidente del país, en los años ochenta; y contra miles de sindicalistas, estudiantes, y activistas en los años 1970-1990.
La vida para los pueblos indígenas centroamericanos ha sido marcada por el racismo, por la exclusión y desprecio, mientras se explota su imagen folklorizada porque da réditos, no porque se reconozca la historia, aportes y medios de vida de las comunidades mayas.
Al momento de firmar los Acuerdos de Paz, y particularmente el Acuerdo sobre Identidad y Derechos de los Pueblos Indígenas, en 1995, se dio un paso simbólico, aunque insuficiente, para empezar a reconocer la calidad de sujetos sociales, históricos y de derecho a los pueblos indígenas. No obstante, se ha quedado en avances formales, sin sustento ni cambio alguno en las condiciones materiales de vida para las comunidades indígenas, por el contrario, a la par de la firma de la paz se tomaron medidas neoliberales que, nuevamente, implican despojo, reconcentración de la tierra para agronegocios como la palma africana, nuevo monocultivo que está dañando el medio natural, hidroeléctricas que implican desvío de ríos, minería a cielo abierto, extractivismo en todas sus expresiones.
Nuevamente el costo recae en las mujeres, y en los pueblos indígenas. Son sus comunidades las que están siendo desalojadas, son sus medios de vida los que están siendo contaminados, y poniendo en riesgo su existencia. Ante esta situación, han emergido liderazgos de mujeres y hombres indígenas en defensa del territorio, que denuncian esta nueva invasión. La respuesta estatal es represiva, judicialización y criminalización de las protestas, encarcelamiento injusto, violencia sexual, desplazamiento y migraciones forzadas.
En el caso de las mujeres, en doscientos años de República, los cambios son exiguos, reconocimiento legal de la ciudadanía, hasta la segunda mitad del siglo XX; de la igualdad hasta la aprobación de la Constitución vigente, de 1985, que incorporó ese precepto en el artículo 4º; la aprobación de algunas leyes y la ratificación de dos convenciones fundamentales, CEDAW y Belem do Pará, más atender los compromisos internacionales, que como expresión de una voluntad política para transformar las relaciones desiguales de género.
Aunado a esto, la permanencia de preceptos religiosos basados en un catolicismo con poder omnímodo durante la Colonia, y el período independentista, como se evidencia en el Acta de Independencia que incluye los artículos 10 y 11 para garantizar, expresamente, sus privilegios porque “la religión católica que hemos profesado en los siglos anteriores y profesaremos en los siglos sucesivos, se conserve pura e inalienable manteniendo vivo el espíritu de religiosidad que ha distinguido siempre a Guatemala, respetando a los ministros eclesiásticos, seculares y regulares, y protegiéndoles en sus personas y propiedades”.
En las primeras dos décadas del siglo XXI, este poder ha mutado a otras religiones, siempre cristianas, en versiones fundamentalistas que, sin embargo, comparten con el catolicismo las mismas posturas patriarcales que niegan derechos y autonomía a las mujeres y las culpan por el pecado original.
Al hacer un recorrido por doscientos años centroamericanos que algunos celebran desde la inconsciencia, la indiferencia, el cinismo, o los intereses espurios, es claro que el camino ha sido tortuoso para las mayorías, demasiado sufrimiento, dolor, demasiada violencia en estos territorios que, en contraste, exhiben una profunda belleza en los cuatro puntos cardinales.
En este entramado bicentenario, las mujeres y los pueblos indígenas han resistido y persistido, frente a poderes económicos, políticos, culturales, simbólicos y epistémicos que invisibilizan y descalifican sus aportes y su historia; que les niegan existencia, simbólica y material. Han resistido y, de muchas formas, han desafiado la pretensión de poder total de oligarquías criollas, conservadoras y liberales, dictaduras militares y gobiernos neoliberales; han encontrado claves y fisuras para, desde abajo, construir memoria e historia.
- ANA SILVIA MONZÓN es Socióloga y comunicadora feminista. Coordinadora del Programa de Estudios de Género y Feminismos de FLACSO-Guatemala. Profesora en las Universidades de San Carlos, y Del Valle de Guatemala. Cofundadora de Voces de Mujeres, y de otros espacios de comunicación feminista. Expresidenta de ACAS-Asociación Centroamericana de Sociología. Integrante de los GT-Clacso Feminismos y Emancipación, y Economía Feminista.
Leer a Ana Silvia Monzón siempre nos introduce en una lectura crítica y combativa, que nos induce a defender nuestros derechos como pueblos , como mujeres ante todas la formas de opresión que practican como Estado, como gobierno. No nos traslada sólo la historia, sino interpreta y visibiliza como en esta hemos estado como pueblos….mientras las oligarquías se apropian más de las riquezas…..
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