*por: MARIO ZÚÑIGA NÚÑEZ*
El gobierno de Rodrigo Chaves, como gobierno neoliberal que es, se ha dado a la tarea de continuar con la política hacendaria de Carlos Alvarado, que a su vez, fue la que trató de imponer Laura Chinchilla. Los gobiernos de los últimos treinta años se han propuesto desfinanciar agresivamente los mecanismos de movilidad social ascendente, sobre todo la educación. Porque si hay algo que las élites políticas costarricenses han promovido en este tiempo, es la idea de que la lucha contra la desigualdad social es un asunto individual, personal, donde la institucionalidad pública no debe intervenir. Según nuestros gobernantes, cada quien debe cargar en solitario con sus propias circunstancias. Contra esa idea, y contra ellos, marché el pasado 28 de agosto. (“!POR LA EDUCACIÓN PÚBLICA!”)Y mientras marchaba pensé en muchas cosas y recordé una historia de mi Tata y de su paso por la UCR – Universidad de Costa Rica.
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Mi Tata tuvo varios trabajos, sobre todo en construcción (primero de peón y también de maestro de obras). Y un buen día, ya en la media de sus 20, cuando estaba por casarse con mi Mama, a finales de la década de 1970, se metió a un diplomado en topografía en la UCR. Mi Tata siempre fue muy carga para las matemáticas y en general para el cálculo de dimensiones, de manera que los cursos se le fueron dando, a pesar de ser un hombre recién casado y tener que trabajar tiempo completo. Y así llegó el final del diplomado y el momento de hacer un trabajo final para graduarse. Esto que cuento lo traigo del archivo de los relatos familiares porque yo apenas estaba en ciernes en ese momento. El cuento dice, que cuando llegó el momento de hacer ese trabajo final, junto con un grupo de compañeros, mi Tata se paralizó. No asistía a las reuniones, no daba la cara, no aportaba sus conocimientos. Era rarísimo porque había sido un estudiante que había transitado todos los cursos sin problema y siempre fue un tipo muy responsable. Pero los compañeros lo llamaban y lo llamaban a la casa y él no respondía de ninguna forma. En las historias familiares, este proceder de mi Tata sigue siendo explicado como algo misterioso, raro. Se dice que se deprimió o no quiso seguir, pero no se explica por qué.
Con el tiempo me he elaborado yo mismo una explicación. El final de un ciclo de estudios (de cualquier grado o nivel) es la confirmación de un logro personal y familiar, y por lo general, algo que nos aleja de eso que fuimos y nos lanza a lo que vamos a ser en la vida. Pero para saltar hacia adelante tenemos que haber saldado las cosas que queda atrás, y en el alma de mi Tata había algo que no lo dejaba pegar ese salto. Mi Tata no sentía que mereciera un título ni una graduación. Quienes lo conocieron saben que su niñez fue dura. Tuvo que trabajar junto a su madre para mantener a sus hermanos menores. El Tata de él, mi abuelo, como pasa en tantas casas, estuvo ausente gran parte de esa época. Los años subsanarían, parcialmente, algunas de estas cosas. Mi abuelo en algún momento tomó conciencia de su rol, dejó de tomar, y como dice la gente “se enderezó”, pero eso pasó tarde para mi Tata. El caso es que esa niñez, de vender tortillas en las calles de Guadalupe para hacer unos centavos, de navidades sin regalos y días sin comida le pesó siempre. Le pesó en el alma como pesan los “pesos muertos”. “Muertos” porque no tienen nada vivo adentro. Esos pesos que vigilan los zopilotes del alma y que no te permiten, entre otras cosas, pasar a las otras etapas, porque no podés saldar algo con ese que fuiste, no sentís que merezcás eso.
Entonces, y aquí viene lo interesante, sus compañeros de U, un grupillo de muchachos veinteañeros iguales a él, sin ninguna formación en psicología o psicoanálisis le mandaron a decir que lo que sea que estuviera pasando ellos lo entendían (¿qué diablos podían entender ese grupo de muchachos? y aún así entendían perfectamente), y también dijeron que de todas maneras iban a poner su nombre en el trabajo final. Así lo hicieron. Sin pedir nada a cambio. Mi Tata tuvo una graduación porque un grupo de hombres apenas conocidos entendieron el peso muerto que cargaba, y apelando al aprecio que sentían por él, lo ayudaron de la única forma que podían hacerlo. Y gracias a ellos tuvo un título y una graduación y nos mantuvo toda su vida con el dinero que logró por ejercer la profesión que decía en ese papel.

El caso es que, y esto es lo que creo que quiero decir, vivimos en sociedades de mierda donde hay mucha gente como mi Tata que sufre mucho desde muy chica. Eso pasa sin ninguna justificación más que el destino que las sociedades capitalistas le dan a la cuna, el género, la clase social y la etnia en la que nacen ciertos grupos humanos. El sufrimiento que se genera únicamente por ser mujer, por ser un niño pobre, por pertenecer a un colectivo racializado; se instala en la subjetividad como un peso muerto que los integrantes de estos grupos cargan en sus espaldas con zopilotes que lo vigilan.
Las instituciones de educación pública, como las universidades, pero también las escuelas y los colegios públicos, son esencialmente lugares donde la gente puede hacer algo con sus pesos muertos. Por eso juegan un papel en eso que la sociología llama “movilidad social ascendente”. A través de las escuelas y las u públicas, la gente que carga sus pesos muertos puede buscar caminos para ir más allá. El resto está en que esas personas puedan ascender, y para que eso ocurra, tienen que hacer algo con aquello que la pobreza, la desigualdad y la violencia ha instalado en su alma. Educar en la institucionalidad pública es dar herramientas para que la gente sepa qué hacer con sus pesos muertos, cómo relativizarlos, cómo reducir su peso, cómo trascenderlos.

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Pensé en esta historia de mi Tata ayer en la marcha, porque en el marco de la lucha por el presupuesto de las universidades públicas mucha de la narrativa para destacar el buen trabajo que hacemos se basa en los casos de éxito rotundo, en las estrellas meteóricas, en las resiliencias incólumes. Celebro que estos casos existan y que haya personas que entran al sistema educativo y encuentran de inmediato cómo subir al Everest. Pero esos no son la mayoría de los casos. Las universidades están pobladas de estas otras historias menores, de gente que pasó por la mínima; o de gente que con muchísimo esfuerzo va encontrando el camino a los conocimientos que le convertirán en profesional, aunque no saque las mejores notas; así como de grupos de amigos y amigas que aprenden a intuir la obscuridad en los ojos de un compañero o compañera y le ayudan espontáneamente. La función social de las universidades públicas no se agota con los escasos ejemplos de gente que tiene mucho éxito, sino, y sobre todo, refiere a los miles y miles de casos que llegan con enormes pesos muertos, desde regiones remotas, con historias complicadas y que, con herramientas que les damos en la universidad, logran hacer de su tránsito por la vida algo más ligero, más digno.
MARIO ZÚÑIGA NÚÑEZ es antropologo, Docente de la UCR -Universidad de Costa Rica – y coordinador de Campus Centroamérica por la Libertad de Cátedra, de la misma institución.












