Por: HILARY GOODFRIEND*
En El Salvador, la crisis inducida por la pandemia de COVID-19 ha provocado las primeras expresiones de protesta popular contra un presidente cuyo mandato polémico se ha caracterizado por su tremenda—y persistente—popularidad interna.
Nayib Bukele llegó a la presidencia de El Salvador el 1 de junio de 2019 con un respaldo fuerte. Había derrotado de manera decisiva al partido gobernante anterior, el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN)—partido de la guerrilla desmovilizada—así como a la Alianza Nacionalista Republicana (ARENA), instrumento electoral tradicional del gran capital oligárquico nacional. Bukele, el joven heredero de una familia empresarial palestina, entró a la política como alcalde del FMLN, pero fue expulsado del partido en 2017. En su campaña presidencial, se posicionó como un renovador post-ideológico contra una clase política decadente y corrupta—afirmación cínica, pues Bukele inscribió su candidatura con GANA, partido de ex-areneros señalado por corrupción y vínculos con el crimen organizado.
En su toma de posesión, Bukele declaró el fin de la posguerra. Y efectivamente, ningún presidente ha hecho más para revertir los frágiles logros institucionales de los Acuerdos de Paz que, en 1992, pusieron un fin negociado a la guerra civil y desmilitarizaron al Estado. A un año de la inauguración, su gestión ha sido caracterizada por la improvisación, la desinformación, el nepotismo, y la falta de transparencia, así como una gobernanza mediatizada, personalizada, y cada vez más autoritaria.Bukele, quien gobierna por redes sociales, demuestra un desprecio por el periodismo, los derechos humanos, y la separación de poderes—actitud que ha provocado una serie de crisis constitucionales. Frente las crecientes críticas de organizaciones sociales y analistas, ha afinado un discurso proto-fascista, amparado en el cristianismo evangélico y la exaltación de las Fuerzas Armadas.
En este contexto, la respuesta del gobierno de Bukele a la pandemia COVID fue la militarización y suspensión de derechos constitucionales, así como el conflicto abierto con los poderes judiciales y legislativos.Se impidió la entrada al país de cientos de ciudadanos atrapados en el exterior, haciéndole excepción para los vuelos regulares de deportaciones desde Estados Unidos. Las autoridades detuvieron a miles de personas en improvisados “centros de contención” por violar las medidas de cuarentena. La suspensión del transporte colectivo y las restricciones draconianas a la circulación en el espacio público han dejado a las mayorías empobrecidas del país—donde casi la mitad de la población económicamente activa trabaja en el sector informal—en condiciones de desesperación.
Después de semanas de cuarentena militarizada, durante el mes de mayo diversas expresiones de descontento irrumpieron en diferentes puntos del país. El 5 de mayo, personas que llevaban 40 días en un centro de contención de San Salvador fueron reprimidas por policías antimotines tras reclamar su salida; el 22, una veintena de personas detenidas en Ciudad Delgado se declararon en huelga de hambre por las violaciones de sus derechos.A mediados del mes, aparecieron banderas blancas en barrios trabajadores urbanos y las entradas de comunidades rurales, señalando la falta urgente de alimentos e insumos básicos, que rápidamente se extendieron en todo el país. Por esas mismas fechas, en las zonas más exclusivas de la capital, una cacofonía colectiva de bocinas de carros y golpes a cacerolas comenzó a sonar por las noches.
De estas múltiples manifestaciones populares, los “pitazos” y cacerolazos son las únicas que estuvieron dirigidas de manera explícita contra el presidente. Impulsadas por una amplia difusión en redes sociales, en pocos días estas protestas ruidosas nocturnas—evidentemente nacidas de una disputa inter-burguesa entre la facción de capitales representada por Bukele y la de la derecha tradicional—se extendieron hasta colonias de clase media. Por lo tanto, las manifestaciones reunieron una multiplicidad de motivos y actores: tanto capitalistas impacientes y políticos oportunistas como disidentes democráticos.
Algunos manifestantes se defendieron contra las descalificaciones de Bukele destacando la naturaleza pacífica y trans-ideológica de las protestas. Se trata de “exigirle al Gobierno más información, más orden y más apego a la Constitución”, escribió un comentarista. “Parece que, aunque tarde, El Salvador se unió a ese despertar de países, como Guatemala, en donde, hace años, se fueron a las plazas a exigir; y eso es trascendental”, aseveró ese autor.
La comparación con Guatemala es llamativa, ya que, igual que las marchas de indignados en ese país vecino, las protestas de la clase media urbana se han celebrado por ser expresiones ciudadanas espontáneas, no contaminadas por la política partidaria desprestigiada. Pero el resultado de esa primavera centroamericana de 2015 fue profundamente ambiguo, por no decir decepcionante.
En El Salvador, la crisis se desarrolla en un momento de debilidad histórica de la izquierda organizada, cuyo representante electoral principal ha sido reducido a una minoría parlamentaria. La disidencia al régimen se limita principalmente a profesionales de la clase media: periodistas, académicos, y activistas de organizaciones no-gubernamentales. Las clases populares de obreros, campesinos, y trabajadores informales que conforman la vasta mayoría de la población, mantienen firme su lealtad al presidente, tal como afirman las últimas encuestas.
Durante su campaña, Bukele hizo el esfuerzo de apelar a sectores profesionales progresistas con un discurso tecnócrata neoliberal estilo Silicon Valley y un imagen juvenil y rebelde, postura que ha ido abandonando a lo largo de este primer año de su mandato. Cada vez más, el presidente salvadoreño recurre al registro del terror, el melodrama, y la profecía, posicionándose como el salvador del pueblo frente las amenazas diabólicas del virus, las pandillas, y los políticos corruptos.
Bukele ha hecho el cálculo que puede prescindir de la clase media. Y hasta la fecha, parece haber sido acertado. Los “pitazos” podrían resultar gérmenes de un descontento más amplio, pero por ahora, no transciendan los portones de las zonas residenciales.
*HILARY GOODFRIEND es doctoranda en Estudios Latinoamericanos en la Universidad Nacional Autonoma de Mexico (UNAM), miembro del comite editorial de NACLA e investigadora integrante del Grupo de Trabajo Clacso “El istmo centroamericano repensando los centros”.