Por: MARIO JOSÉ SANCHEZ GONZÁLEZ *
La configuración de una matriz de neocolonial de dominación en Latinoamérica
La minería se estableció en Nicaragua – el país centroamericano donde en específico analizamos prácticas de extractivismo en este en este texto – durante el período colonial, dentro de un sistema de dominación cuya economía se caracterizó por su naturaleza extractiva y subordinada en un primer momento a los intereses de la Corona Española, luego a los del mercado mundial.
A partir de la independencia se da un proceso de transición del dominio colonial al dominio de los enclaves controlados por las transnacionales – británicas, norteamericanas y canadienses – Nicaragua al igual que el resto de las naciones latinoamericanas se desarrollaron bajo el influjo de la expansión y consolidación de un nuevo sistema de dominación internacional, el capitalismo (Quijano,1973).
El proceso de transición poscolonial a la construcción de Estado-nación se cimentó en “la continuidad de instituciones, burocracia y actores del poder colonial” (Torres, Rivas, 2007, p. 20). Es decir, la formación del Estado fue consustancial a la constitución de un sistema de dominación entre clases sociales y etnias (Oszlak, 2007). En consonancia con este autor (Oszlak, 2018), este proceso se fundó y ha operado sobre la base de varios pactos, los cuales se han ido actualizando históricamente:
El pacto de dominación, que estableció las reglas del juego fundamentales que gobiernan las relaciones entre sociedades y Estado, cuyo “modelo político constitucional-jurídico ha sido creado y aplicado por élites y órganos estatales, a partir de intereses y valores dominantes, y en función de la instauración y conservación de un sistema determinado de dominación y explotación”, basado en la combinación de la coerción y consenso (Kaplan, 2011, p. 73);
El pacto sobre la división social del trabajo, definió en esencia quiénes son los agentes fundamentales del proceso de acumulación de capital, y a quienes debe confiarse las funciones de establecer y reproducir las condiciones que permitan el desarrollo de las fuerzas productivas, las decisiones de regulación de la inversión o promoción de ciertas actividades económica, en este sentido, Kaplan (1996) señala que las estructuras socioeconómicas emergentes adquirieron progresivamente el “perfil de un sistema elitista-oligárquico”, patriarcal y racista;
El pacto del binomio público- privado, en los albores de lo que occidente ha denominado la naciente modernidad y construcción de los Estados-nación, se cercenó el derecho a los pueblos indígenas de sus sistemas consuetudinarios de patrimonios comunales y formas colectivas de administración de sus bienes naturales y medios de vida, para implantar la implacable lógica-binaria de la propiedad pública-privada. Según Pérez Sainz (2014), uno de los hitos más dramáticos de esta forma de acumulación por despojo (Harvey, 2005), fue la ofensiva liberal de finales del siglo XIX, durante la penetración de los enclaves extractivos de las compañías norteamericanas y europeas, y más recientemente, con la implantación del modelo económico agroexportador en las primeras décadas del siglo XX. Este trágico antecedente histórico ha pasado muchas veces desapercibido en sus efectos multidimensionales y acumulativos hasta el presente. Como advierte Lloredo (2020), la expropiación de los espacios y bienes comunes ratificó de forma violenta la separación entre el ámbito público y privado, sometió muchos bienes comunales a la lógica y reglas del mercado y a la gestión coercitiva del Estado. Lo que vino a violentar la voluntad política de los comunitarios de concebir determinados bienes o espacios como objetos de disfrute colectivo, basados en los principios del uso, el libre acceso, cooperación y autogestión colectiva. La implantación del binomio público-privado contribuyó al reforzamiento de la violencia patriarcal de esta forma de acumulación y a mayor confinamiento de las mujeres a la esfera familiar, dificultando aún más su labor histórica en la defensa de los bienes comunes.
El pacto fiscal, estableció quiénes son los ganadores y los perdedores en el reparto de los ingresos y las riquezas, es decir, sobre quiénes recaen los costos y quiénes se apropian los beneficios. En esta misma línea, Schneider (2014) evidencia que los regímenes fiscales en Centroamérica han sido el resultado del proyecto de construcción del Estado propuesto por los sectores capitalistas emergentes y dominantes, quienes han integrado y moldeado las instituciones y políticas fiscales, que en muchos casos han contribuido a la institucionalización de las desigualdades en la región.
El pacto de la colonialidad de la naturaleza. Otro de los lastres heredados del régimen colonial, es lo que Alimonda (2011) y Aráoz (2013) denominan la colonialidad de la naturaleza, materializada en la visión y forma de interacción de las élites dominantes con la realidad biofísica y su configuración territorial como un espacio subalterno que puede y debe ser explotado y reconfigurado según las necesidades de los regímenes de acumulación vigentes. A partir de esto, el centro de poder en el Pacífico de Nicaragua, ha impuesto históricamente zonas de sacrificio y ha subordinado el Caribe bajo la lógica de botín de recursos y bienes naturales para la explotación indiscriminada de los mismos. Sobre la base de esta concepción colonial de la naturaleza, incrustada y retroalimentada por la colonialidad del desarrollo se han establecidos conexiones entre extractivismo, grupos de poder internos y regímenes globales de acumulación.
Sobre la base de estos pactos sociales, nuestros Estados modernos nacieron y se desarrollaron como agentes privados, operando sobre la base de intereses particulares, a veces en competencia y a veces en connivencia con otros poderes privados (Mattei, 2013). Así mismo, estos poderes privados – élites – han hecho uso de los Estados para desarrollar sus negocios de forma más lucrativa, empleando las estructuras estatales de forma episódica a través del soborno, el chantaje u otras formas de corrupción. Sobre la base de este sistema de dominación, la actividad minera en Nicaragua ha perdurado, con sus altibajos, a través de los distintos períodos históricos, en los cuales los acuerdos entre las élites económicas y políticas nacionales y transnacionales han determinado el control y la explotación de los recursos naturales, y a su vez, la distribución de sus beneficios y costos en términos sociales, económicos, ambientales y políticos.
Los enclaves y el régimen concesionario
Las compañías mineras se anclaron en Nicaragua junto a otras dinámicas extractivas, bajo la lógica de enclaves en el marco de un régimen concesionario que los gobiernos de Nicaragua y de Centroamérica habían acordado desde finales del siglo XIX hasta mediados del siglo XX (Gismondi y Mouat, 2002). A las concesionarias se les otorgaba el usufructo de grandes extensiones de territorios, recursos naturales, la exoneración de impuestos de importación de insumos, maquinarias y productos de consumo, que eran comercializados en sus comisariatos; lo que resultó ser otra fuente de enriquecimiento a costa del endeudamiento de los trabajadores. A cambio, el gobierno les pedía a las concesionarias la construcción de obras de infraestructuras en los territorios del enclave (Posas, 1993). En muchos casos las compañías no cumplían con estos compromisos ni los gobiernos anfitriones gestionaron adecuadamente estas dificultades (Kepner y Soothill, 1941; Posas, 1993). Se trataba, según Jenkins (1986), de un acuerdo que lejos de responder a un esquema de progreso y desarrollo, constituía un despojo y la irrupción violenta de la explotación de bienes naturales y fuerza de trabajo.
En el marco de este régimen concesionario, el desarrollo de los enclaves mineros se caracterizaron por lo siguiente: a) establecieron relaciones de poder asimétricas con las comunidades, cuyos territorios se definían por ser económicamente pocos desarrollados, con formas de producción pre-capitalista, ausencia de las instituciones del Estado y carencia de infraestructura y servicios públicos (Adams, 1981; Vilas, 1990; Enríquez, 1991); b) la explotación de recursos naturales y la comercialización de la materia prima se realizaron bajo el control y beneficio, principalmente, del capital extranjero (Araya, 1979; Adams, 1980; Rice, 1986; Jenkins, 1986; Vilas, 1987; Jastrzembski, 2016); c) las compañías extranjeras establecieron relaciones más fuertes y significativas con sus metrópolis y el mercado mundial, que con la sociedad local, la economía y mercado nacional del “país anfitrión”; d) estos enclaves impulsaron un proceso de especialización productiva en la incipiente estructura económica de los territorios anfitriones, lo que socavó la incipiente autonomía económica de las comunidades por su dependencia a la actividad minera (Adams, 1981; Klein y Peña, 1982); d) los beneficios o ganancias acumuladas por las transnacionales son expatriados, en su totalidad, para ser reinvertirlos en otros sectores más lucrativos o para el servicio de la deuda del capital (Auty, 1993).
Una de las zonas de mayor actividad extractiva minera fue la región norte del Caribe de Nicaragua, conocida como el triángulo minero, donde penetraron compañías norteamericanas y canadienses. A pesar del difícil acceso, las condiciones adversas de la selva tropical y la tecnología rudimentaria, las compañías extranjeras como La Luz y Ángeles Mining, acumularon una producción de 150,040.53 lingotes de oro que les generaron $2,592,898.43 dólares, en un periodo de dieciocho años, entre 1901 y 1918.

Las oportunidades de enriquecimiento, fueron atrayendo a otras concesionarias extranjeras, al punto que, en 1940, se contabilizaban “535 propiedades mineras, con un total de 4,597 hectáreas, donde operaban 57 planteles con una comprensión de 4,244 hectáreas” (Sevilla-Sacasa, 1941, p. 32). En efecto, la actividad minera se desarrolló con relativa intensidad, reflejada en el crecimiento de las exportaciones de oro, al punto que a finales de los años 30 e inicio de los años 40, representaron el 61% del total de las exportaciones del país (Rice, 1986).

En la década de los 1940 la rentabilidad de las compañías minera se fue incrementando, al grado, que algunas de ellas lograban casi el millón de dólares en ganancias anuales. Incentivados por estos márgenes de rentabilidad, Nicaragua llegó a producir en 1953 el 1% del oro del mundo, 260,000 onzas. Esta producción fue valorada en $ 8.7 millones de dólares (Parsons, 1955, p. 49). En la década de los 60’, “Nicaragua fue el quinto productor de oro en el continente, con más de 3,000 kg anuales”, alcanzando los $ 15 millones de dólares en exportaciones en la década de los 40 (Ferrero Blanco, 2010, p. 292). Detrás de esta lucrativa rentabilidad de las compañías mineras, subyace una situación de empobrecimiento y miseria de los habitantes y trabajadores en los distritos mineros, como lo relata un comerciante y minero, don Francisco Mayorga en 1936:
He visitado los minerales de aquellas ricas y extensas regiones y he visto que la Rosario Mines Company está por desarrollar grandísimos trabajos por el enorme material de maquinarias y otros implementos que continuamente le llegan, al extremo que hay días en que aterrizan en La Bonanza hasta 5 aviones con cargamentos. Igual cosa he observado en La Luz y los Ángeles, donde la Tonapah [Mining Company of Nevada] iniciará también enormes trabajos, pues está importando muchos materiales. (…) a esas regiones en donde necesariamente afluirán numerosos trabajadores, sea enviada una misión sanitaria completa, equipada con todo lo necesario para combatir toda clase de enfermedades y que trabaje principalmente en el distrito [minero] de Prinzapolkak pues nada menos, en Puerto Cabezas presenció un cuadro de dolor y miseria al ver morir a un hombre engusanado y a quien los animales devoraban todavía vivo, el rostro y otras partes del cuerpo sin que le asistiera, ya que los vecinos que conocían de ese triste caso, a pesar de sus sentimientos caritativos, más bien se alejaban para evitar un contagio. Con esa misión sanitaria, se podría atender eficazmente y con conocimiento de causa la enfermedad que se presente (La Prensa -19 de septiembre de 1936).
En la década de mayor producción de oro, las compañías mineras aportaban menos del 5% de los beneficios obtenidos por la exportación de este mineral. Por 1,138 kilogramos de oro pagaban en concepto de impuesto por kilogramo de exportación, $ 17 dólares y 2% por producto bruto, sumando la cantidad de $ 39.70 dólares (La Prensa 29 de octubre de 1948). Se suma a esto, el problema de las evasiones de impuestos, cuya gravedad obligó al comisionado de la Cámara Nacional de Comercio a denunciar en 1949 el caso de la gerencia de la Mina [la India]
vienen cobijados por privilegios especiales, según los contratos mineros, a competir en condiciones desiguales y desleales con comerciantes nacionales que importan artículos similares (…) no contentos con llevarse la mejor parte de nuestras riquezas, quieren sacar hasta el último centavo de privilegios onerosos concedidos (La Prensa – 02 de mayo de 1949).
Otro mecanismo de enriquecimiento de las compañías mineras en Nicaragua, fue la explotación laboral de los mineros. En la década de los 50’ los salarios no superaban $ 1.5 al día (Vilas, 1987), y en 1977 el 45.6% de los mineros de la empresa Neptune Mining devengaban un salario menor al salario mínimo (Williamson, 1993). Esta situación de precariedad laboral era tan grave y generalizada, que fue objeto de estudio por un equipo de investigadores de la Universidad Centroamericana de Nicaragua (UCA), en octubre de 1965, cuyos resultados constaron las persistentes condiciones laborales infrahumanas de los mineros y el afán de lucro de las compañías mineras en Siuna y Bonanza. La investigación, comprobó el incumplimiento del Art. 2 del decreto 85, sobre la obligación de las empresas de “suministrar a cada trabajador los tres tiempos de comida diarios”, representó la apropiación de C$ 1,200,000 córdobas al año del salario de los 1,100 trabajadores (La Prensa – 11 de octubre de 1965). Otra situación similar, fueron las condiciones insalubres que sufrían 1,200 obreros y sus familias hacinados en 10 barracas de la compañía La Luz Mining (La Prensa – del 10 de febrero de 1949).
Otra problemática sociosanitaria, ha sido el padecimiento de la silicosis, cuyos niveles endémicos alcanzaron cifras dramáticas. En la Mina la India y El Limón el 70% de los trabajadores padecían silicosis (Klein y Peña, 1982) y en la Costa Caribe esta enfermedad afectaba al 90% de los mineros miskitos (CIDCA, 1984). Se ha estimado que para 1949 cerca de 20 mil mineros padecían de silicosis en todo el país (La Prensa, 9 de febrero de 1949). Este drama de los desenlaces fatales de los mineros por silicosis, ha sido una problemática histórica e incluso con connotaciones racistas por parte de las compañías y autoridades nacionales, como lo refleja la denuncia de Salvador Vanegas, a quien Neptune Gold Mining no le canceló su debida indemnización luego de haber sido desahuciado por silicosis. En su carta dirigida al inspector general, expresa lo siguiente:
Atacado de silicosis me encuentro, condenado a morir como un perro, si usted no intercede por mí. Sin alimentos ni medicina, mi vida que perderé en bien del lucro de esta compañía, se va más pronto, sin que tal empresa se apiade de mí, quizás porque soy misquito (La Prensa – 15 de marzo de 1949)
Recientemente, se ha reconocido que la actividad minera tiene la segunda tasa más alta de enfermedades profesionales en la población económica activa en 2014, de 128.9 por 100 mil y la más alta de enfermedades profesionales según actividad económica en población asegurada, de 468.2 por 100 mil (Aragón y López, 2015, pp. 44-45).
Los efectos negativos de la actividad minera no sólo han afectado a los trabajadores y sus familias, sino también a las comunidades y al país, en términos socioambientales, situación que históricamente no se ha dimensionado ni cuantificado en términos económicos. La única vez que el Estado de Nicaragua realizó este ejercicio de estimación de los costos ambientales fue en 1980, cuando se cuantificó la deuda de las compañías extranjeras por los pasivos ambientales generados durante 75 años extracción minera. Según este estudio, se estima que 259,366 hectáreas de suelo han sufrido daños ambientales, cuyo costo de ganancia no percibida es de C$ C$ 5,916,212,400 (Tremblay, 1980). Si a este costo, se le suman los cotos de reforestación de dichas áreas afectadas, C$ 3,046,646,619 córdobas, se acumularía la cantidad de C$ 8,962,859,019 córdobas, que equivaldría a $ 896,285,901.9 dólares.
A inicios de la década de los 80, el Instituto de Recursos Naturales y del Ambiente (IRENA) realizó un peritaje del nivel de contaminación que habían sufrido los principales ríos de la zona minera del Caribe Norte de Nicaragua. Determinó que 830,000 libras de cianuro habían sido vertidas al río Sucio de Bonanza entre 1961 y 1978, y otras 958,000 libras de cianuro en el río Bambana entre 1975-1979 (Green, 1985, p. 42). Este tipo de daño ambiental no sólo repercute en la extinción de peces y flora acuática de las cuencas hidrográfica, sino en la vida de los seres humanos. En 1981 líderes de la comunidad de Wasakin denunciaron la muerte de 40 niños envenenados con cianuro procedente de las minas (La Prensa, 13 enero de 1981, p. 6). Como advierte Sassen (2015), una vez concluida la actividad minera, las comunidades heredan grandes extensiones de “tierra y agua muerta”. De ahí, que es necesario comprender las consecuencias ecológicas y sociales que tiene la minería en el largo plazo, antes que establecer las rentas y el valor comercial de la extracción de minerales.
La apuesta por el extractivismo autoritario
El actual Gobierno de Nicaragua, presidido por Daniel Ortega desde 2006, ha consolidado el modelo extractivo, el cual había sido ensamblado por la gestión de las tres administraciones que le antecedieron, pero además ha acelerado el proceso de expansión de la minería a nuevos territorios campesinos e indígenas. Entre 2007 y 2021 se han otorgado 195 concesiones, con una extensión de 788 848.41 hectáreas. Sumadas a éstas, se encuentran en proceso de solicitud 71 concesiones, que representan 1 365 443.3 hectáreas, es decir, casi el doble de la superficie de las ya concesionadas. Ambos tipos de concesiones totalizan 2 154 291.71 hectáreas (Ministerio de Energía y Minas, 2021).
El crecimiento del número de concesiones y, por tanto, de las zonas de sacrificios han detonado nuevas formas de conflictos basados en la demanda de derecho, es decir, contiendas protagonizadas por comunidades que se movilizan en contra de la minería per se, en las cuales los nudos de la conflictividad no radican en la contradicción capital-trabajo, como ha sucedido históricamente en los distritos mineros, sino a la contradicción capital-derechos y vida, como el epicentro de las confrontaciones socioambientales en este nuevo escenario. Este es un contexto afectado por el nuevo ciclo mundial de la expansión masiva de la extracción de recursos minerales en los países periféricos (Jacka, 2018; Damonte y Castillo, 2010) y, a la vez, por el relajamiento de las funciones regulatorias y fiscalizadora del Estado nicaragüense en materia ambiental.
Considerando que Nicaragua es uno de los cinco países, a nivel mundial, más vulnerables frente al cambio climático (Kreft et al., 2016), es impostergable replantear este patrón de crecimiento empobrecedor y depredador, que solo ha favorecido la acumulación de riqueza de las empresas y sus inversionistas extranjeros y nacionales, a costa de la destrucción de los ecosistemas y los bienes naturales, y la proliferación de contaminación de las cuencas hidrográficas, esenciales para la vida misma y cualquier actividad productiva.
Es momento de cambiar el rumbo y replantear el modelo de desarrollo actual, que se caracteriza por ser extractivista, sobre todo refundar nuevos acuerdos entre los distintos actores de la sociedad, teniendo como horizonte el mayor bien común. Es necesario tomar como referente las experiencias de países de la región que han asumido la decisión responsable de prohibir la minería metálica, como Costa Rica y El Salvador. El caso de la legislación salvadoreña ilustra la relevancia estratégica que adquieren para un país los efectos del cambio climático en las decisiones sobre la regulación y prohibición de determinadas actividades económicas, como la minería, dado su potencial efecto cruzado con el cambio climático. En esta línea, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (2017) ha establecido la existencia de una relación innegable entre la protección del medio ambiente y la realización de otros derechos humanos, en tanto la degradación ambiental y los efectos adversos del cambio climático afectan el goce efectivo de los derechos humanos.
*Mario José Sánchez González es profesor-investigador del Instituto Interdisciplinario en Ciencias Sociales de la Universidad Centroamericana (IICS-UCA), en Managua, Nicaragua. Fue director del Centro de Análisis Socio Cultural (CASC) y director interino de la Dirección de Investigación y Proyección Social, ambas de la UCA. En El Salvador acompañó procesos de desarrollo comunitario de excombatientes y repatriados en marco del cumplimiento de los Acuerdos de Paz en el Bajo Lempa; trabajó como investigador y formador en el tema de construcción de paz y transformación de conflictos, prevención de violencia juvenil, desarrollo rural y en derechos humanos.
** La versión original de este artículo ha sido publicada por la Academia de Ciencia de Nicaragua (2021) y parte de la ponencia “Violencias y Ciudadanía: una perspectiva histórica” del 21 de septiembre de 2021.
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